jueves, 22 de abril de 2010

Las obras y el tiempo.

No importa el tiempo, sino el tiempo. Según David Hume, la magnificencia de un artista se mide en analogía a un reloj. Si sólo marca las horas, es un artista más bien áspero-esto ya no lo dice Hume, no puedo estar muchos minutos ni segundos sin interponerme y pulverizar las citas-, y si marca también los minutos y los segundos estaríamos dialogando de un artista de percepción y ejecución en gradual, sofisticación. Esto se puede cerciorarse en cualquier obra de arte a la relevancia, de nuestras manos, sobre todo si nos tomamos el tiempo ineludible para desmigajarla, modificar las horas en minutos y los minutos en segundos. Claro que hay obras que lo proporcionan-La mujer sin cabeza del Martel- y otras que se consumen dinámicamente en horas -no voy a dar ejemplos-: El contrasentido es que las obras que se regocijan de tiempo caen inexorablemente bajo una coacción de un diminuto, pero acrisolado, segundero.
Pero más allá del encumbramiento de matices hipersutiles cuyo final no sería sino un bosquejo estilo matrix en el cual cada segundo cifra una especificación, el tiempo no es tiempo sino cuando logramos preguntarnos como San Agustín acerca de lo sublime de su naturaleza. Allí -¡ inexactitud de los relojes!- vemos derrumbarse las horas, los minutos y los segundos, porque el tiempo no pasa, se desprende, cae como un telón crepuscular que preexiste, a la noche, petróleo espeso, donde se amedrenta el artista al procurar, cual narciso, verse reflejado y absorber. Tal vez allí pueda usar el segundero para cinglar, o para ajusticiar su corazón.

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