viernes, 26 de marzo de 2010

Paisajes de mi mente, en las cotidianidades de la vida.


Reflexionaba palanganas rebosantes de tibia glicerina, manos aterciopeladas que estarían enfervorizadas, lejos, en una estufa ajena a ese calor tortuoso, zapatos bellos hasta lo imposible silenciando los pies, cuando llegó el colectivo. Lo esperaba hacía cincuenta minutos y ya se me estaban acabando las posiciones para amortiguar la extenuació.
En este caso la reacción en cadena es siempre la misma, el aplacamiento seguido de cerca por la mirada de reconvención al chofer como si de él dependiese el horario, la fila larguísima, los dos imbéciles sudorosos que miraban mis tatuajes con lascivia. Después calcular y, bien, lo predecible de contar los pasajeros y quedarse sin asiento, por suerte conseguí uno.
La señora obesa con tres nenes hace pasar a uno con velocidad entre el desconcierto para que no pague boleto, luego camina dificultosamente, reina de la idiotez empujando a los simples humanos con sus bolsas-báculos, él lo ve pero no dice nada, como si guardase la energía para, segundos después, tirar aire en la máquina de boletos mientras el viejo se queja de ‘robo’, aunque es probable que haya contado mal las monedas (muy probable)

Le transfiero mi asiento a un señor muy simpático que está leyendo un librito de Kundera, quedo adelante para usufructuar la única ventana abierta y la perspectiva de la calle limpia de mochilas y asientos. El chofer puede llamarse Julián y ser nuevo, su camisa limpia despide un aroma agradable que le hace compensación al otro revoltijo de hedores espasmódicos. No responde a los bocinazos sin rudimentos, ni pone gestito de indolencia, a los peatones que se lanzan al asfalto cuando ya cambió el semáforo. Tampoco me mira verlo con esta ternura inusitada, casi conmovedora que me inspira su desentendimiento de las formas repulsivas ajenas, la docilidad que no es abnegación ni estoicismo sino un sensato mantenerse al margen de la imbecilidad del prójimo.

A Julián, como a mí, también se le desbordan los ojos de luz por la proximidad del puente, más bonito aún de noche, cuando se observan las casas con lámparas que destiñen cortinas de colores y la oscuridad barniza los edificios con una profundidad más íntima. Por eso no me extrañé cuando al llegar al río el volante quiso seguir el recorrido de la estela del barco; cuando entre los gritos amedrentados suspiramos al unísono, dulcemente; cuando, sin saberlo, cumplía el sueño de ambos y nos ayudaba a todos.

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